Por: Oscar Müller C.
El periodista chileno Daniel Matamala, hace referencia a lo que publicaba el periódico New York, el 21 de noviembre de 1922, sobre los incendiarios discurso de un nuevo líder que estaba naciendo en Alemania: “Diversas fuentes confiables y bien informadas confirman la idea que el antisemitismo de Hitler no era tan genuino ni violento como sonaba, y que estaba valiéndose de la propaganda antisemita como un cebo para capturar masas de seguidores”
El colega sudamericano menciona que Hitler era más ideólogo que Trump, pues este es sobre todo práctico, sin límites morales, y que las herramientas que utilizó para llegar al poder, y ahora conservarse en el, son el extremismo, la mentira y la discriminación a todo lo que no encuadre dentro de un estrecho concepto de lo que es americano.
Por su parte, el biógrafo del actual presidente norteamericano, David Cay Johnston, menciona que aún y cuando la preocupación principal del pueblo estadounidense es referente a la economía, el sustento propagandístico del presidente insiste en causar temor por aquello que no sea “norteamericano” y así la xenofobia y el racismo, son las banderas que enarbola, creando resentimiento hacía aquello que es distinto a la cultura tradicional de los Estados Unidos y hacia quienes no tienen la piel blanca.
No se puede negar la habilidad de Donald Trump para poder mantenerse en el filo de la navaja entre lo legal y lo ilícito, desde su época como empresario, cuando jugaba a extraer del sistema la mayor ventaja posible, a través de las declaraciones de quiebras, demandas contra el gobierno para obtener beneficios fiscales que le dieran ventajas competitivas y defraudación mediante engaños, como sucedió con su complejo habitacional en Baja California, México ó la Universidad Trump, en Nueva York.
No cabe duda que ha sido inteligente rodeándose de abogados que interpretan la ley para mantenerlo dentro de los límites entre lo legal y lo ilegal y esto mismo hace ahora como presidente y en el caso concreto, a través de sus discursos con los que crea discriminación y animadversión hacia los grupos latinos o musulmanes y todo aquello que no encaje dentro de un estricto concepto de que solo es norteamericano aquello que sea blanco de piel, protestante de religión y anglosajón de origen.
Pero este discurso se mantiene dentro de los límites legales aprovechando el aprecio que tiene el pueblo norteamericano por la libertad de expresión cuyos límites se han visto sometidos a un fuerte debate en la interpretación judicial que considera preferible el abuso de esa libertad a que el estado intervenga coartándola.
Esto encuentra base en una serie de doctrinas como la que refiere que este derecho solo puede ser limitado cuando represente un peligro evidente y actual y, en contradicción con la realidad, se pretende que este derecho pueda ser una garantía de que los oprimidos y las minorías puedan expresar su opinión frente a los poderosos.
Así se ha interpretado la primera enmienda dándole un amplio significado y por más aberrantes u ofensivas que puedan ser las palabras que se utilicen para emitir una opinión, estas serán protegidas por el sistema legal norteamericano, con los límites antes indicado que el presidente de ese país sabe perfectamente que no transgrede.
El discurso de odio tiene su origen en el propio derecho norteamericano, en el que es conocido originalmente como Hate Speach y consiste en aquellas expresiones que tengan como objetivo denigrar a una persona o grupos de personas por razones de raza, nacionalidad, religión, género, preferencias sexuales o cualquiera otra diferencia, con el objeto de provocar en al auditorio una sensación de rechazo y discriminación que se transforme en acciones de violencia verbal o física.
La cuestión es si este discurso de odio es válido cuando quien lo expresa es el líder de una nación y, para colmo, de una de las más poderosas del mundo, como sucedió hace un siglo en Alemania, pues se presenta una gran diferencia con otros casos, dado que, cuando es el jefe de Estado quien lo expresa, lo hace ante un gran auditorio y a través de los instrumentos del Estado, que se encuentra también conformado por aquellas minorías que son objeto de esa perorata discriminatoria.
La Organización de las Naciones Unidas, hace apenas dos meses, ha expresado que: “El discurso del odio es en sí mismo un ataque a la tolerancia, la inclusión, la diversidad y la esencia misma de nuestras normas y principios de derechos humanos. En general, socava la cohesión social, erosiona los valores compartidos y puede sentar las bases de la violencia, haciendo retroceder la causa de la paz, la estabilidad, el desarrollo sostenible y el cumplimiento de los derechos humanos para todos»
Luego del atentado terrorista dirigido contra la comunidad latina en El Paso, Texas, la organización mundial, reconoció que el aberrante hecho tiene su origen en el discurso de odio y manifestó: “tenemos que tratar el discurso de odio como tratamos cualquier acto de maldad condenándolo, negándonos a amplificarlo, contrarrestándolo con la verdad y motivando a los perpetradores a cambiar su actitud”
Dichas palabras, indirectamente, están dirigidas al presidente Trump y expresan el sentir de la comunidad internacional sobre la forma de actuar de este mandatario, que está exhibiendo ante el mundo lo peor de un país, que tiene muchas cosas buenas que ofrecer.
El discurso de odio del presidente norteamericano ha radicalizado las posiciones y los grupos invitados a discriminar y los afectados por la discriminación, en diversas ocasiones han llegado a los hechos y eso es una llama que puede incendiar a la sociedad de ese país, creando una avalancha que arrasará con todos-
Una sociedad como la norteamericana que basa su convivencia en las normas y el respeto, no merece tener un líder que ha vivido en el margen de la ley y el odio y discriminación hacia los demás.