En México la constitución establece que es obligación del presidente el preservar la seguridad nacional y para esto dispone del ejército, la Armada y la Fuerza Aérea, a fin de velar por la seguridad interior y exterior del país y por esto se le considera como el jefe supremo en este rubro.
Pero en la realidad encontramos que lo que dice la constitución queda en el papel y que, si bien existe una relación entre el Presidente y los jefes militares, esta no se refleja en la subordinación que se plantea en la constitución, sino en un precario equilibrio. Como ejemplos de esto observamos que durante el sexenio del presidente Fox, el Fiscal General del país lo fue un militar Rafael Macedo de la Concha y cuando Felipe Calderón tomo cargo como Presidente de México, a los pocos días fue a la sede de los poderes militares del país en el Campo Marte de la ciudad de México y después de esto el ejército se apoderó de las calles, en una declaración de guerra contra el crimen organizado, que ha perdido en forma lamentable.
Este poder de hecho del ejército ha llevado a que este preserve áreas de poder que no pueden ser tocadas por el presidente y una de estas es la administración de justicia; un ejemplo claro lo vemos en el caso de las investigaciones realizadas por el Grupo de Expertos Independientes de la Organización de los Estados Americanos, en relación con los 43 estudiantes desaparecido en Ayotzinapa, de donde se ha suscitado una relación de fricción entre el Gobierno Mexicano y el Organismo Internacional, al pretender este último que se investigue la intervención del Ejercito Mexicano en dichos hechos y al negarse aquel a hacerlo.
Dicho poder del ejército, se reflejaba en el Código de Justicia Militar que determinaba que los casos de delitos cometidos por militares deberían ser juzgados por tribunales propios del ejército, esto conservaba un ámbito de impunidad que se reflejaba en la posibilidad de que las fuerzas armadas en México cometiesen actos de violaciones a Derechos Humanos contra la población civil: homicidios, desapariciones forzadas, torturas y demás; con una fuerte posibilidad de controlar las decisiones, pues los tribunales del ejército juzgarían esos actos convirtiéndose en juez y parte y por tanto resolviendo conforme a los intereses de la institución.
Se trata de un juego de –te dejo hacer, para que me obedezcas-, es decir un juego de poder entre ejército y presidencia que se refleja en un cambio de impunidad por incondicionalidad, el que ha llevado a una gran cantidad de desmanes cometidos por las fuerzas armadas que han quedado en el limbo de la injusticia.
Pero en las instituciones de México aún quedan algunas rescatables y entre ellas se encuentra la Suprema Corte de Justicia, la que, siguiendo los criterios de los tribunales internacionales, decidió que la capacidad de los tribunales militares de juzgar los casos en que se involucraban civiles era contraria al derecho a un juicio justo y ante un juez imparcial, pues el juez que por su propia naturaleza debe juzgar esos casos es el propio de la sociedad civil.
A la postre esta sentencia de la Suprema Corte obligó al poder legislativo a reformar, en junio del 2014, el artículo 57 del Código de Justicia Militar, determinando la competencia de los tribunales comunes cuando, en delitos cometidos por militares, las víctimas perteneciesen a la sociedad civil; esto evidentemente en perjuicio de ese juego de equilibrio de poderes entre el ejército y la presidencia.
El día 30 de ese mismo mes, se presentó el caso de una fuerte violación de Derechos Humanos cometida por el ejército en Tlatlaya, México: en un enfrentamiento con un grupo armado con miembros del ejército mexicano, 22 civiles fueron muertos y luego de extensas investigaciones, el 21 de octubre del 2014, la Comisión Nacional de Derechos Humanos concluyó que entre 12 y 15 de esas personas fueron realmente ejecutadas a sangre fría por los militares.
En esta recomendación se menciona también como la Procuraduría General de la República, no inició la investigación por homicidio sin hasta cuatro meses después de los hechos, un día antes que la justicia militar decidiera seguir el caso contra siete de los militares que intervinieron en la masacre, por infracciones establecidas en la legislación del ejército, de donde se observa que hubo una coordinación entre ambas autoridades para que fuera el ejército quien tomara iniciativa en el caso.
Hasta ahora se conoce que la Justicia Militar emitió sentencia en la que absolvió a los siete miembros del ejército y el juez determinó que actuaron repeliendo una agresión. Por su parte, la Procuraduría General de Justicia, que le corresponde investigar el delito de homicidio, tiene el caso detenido a pesar de las insistencias de diversos organismos no gubernamentales que representan a los familiares de los fallecidos y a tres víctimas que sobrevivieron.
Este es un caso emblemático que demuestra la grave amenaza para la democracia y la sociedad que representa el poder que tiene el ejército en México y la debilidad institucional de las autoridades civiles para controlarlo.